
—¡Ha del castillo! —gritó entusiasmado.
Había realizado una singular proeza que le había llevado muchísimo tiempo y esfuerzo y que había requerido una habilidad descomunal: cargaba con la cabeza del terrible dragón en su morral.
No podía imaginar la recompensa y el reconocimiento que todo eso iba a acarrear.
Se escuchó el ruido de las cadenas que abrían el portón. Su corazón empezó a palpitar a mil por hora.
Y de pronto: oscuridad.
—¡Carlitos, es la tercera vez que te digo que la cena está en la mesa! —le reprochó su madre con el cable de la videoconsola en la mano.
No se le había ocurrido guardar la partida en toda la tarde. Esa noche la recompensa del caballero serían unas nutritivas espinacas con queso.
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