
Ese fue su saludo. No se molestó en levantar la vista del móvil.
Me encogí de hombros y me senté a su lado. La estación estaba abarrotada. Miré el reloj. Aún faltaban unos diez minutos.
—Dame una tregua ¿quieres? —le contesté mientras me encendía un cigarro. No me quedó claro que me hubiera escuchado, parecía tener una conversación muy interesante por el chat.
Le observé, era tan guapo... ¿cuándo se había fastidiado lo nuestro? A mi parecer yo no lo había hecho tan mal… por lo tanto tenía que haber alguien más. Intenté mirar por encima de su hombro para descubrir con quién hablaba, pero al darse cuenta puso mala cara y apagó la pantalla.
—No deberías fumar aquí. Van a llamarnos la atención —me reprendió. Eso me enervó. Antes no le importaban las normas.
Me acerqué enfadado al andén. Ya se podía escuchar a lo lejos el sonido de la máquina sobre las vías. Él se levantó, le vibró el móvil de nuevo y enseguida volvió a prestarle toda su atención. Me sentí tan solo y apartado… A mi ni siquiera me devolvía las llamadas…
Tiré el cigarro al suelo y lo apagué con el pie. Yo no era el problema. El problema era él. Observé cómo subía al tren sin despegar la vista del teléfono, me eché la mochila al hombro y salí de la estación.
No sé cuánto tardó en darse cuenta de que yo no estaba, y si le llegó a importar. Lo que sí sé es que a mi me invadió una sensación que creía perdida: la libertad.
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